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miércoles, 01 de marzo de 2017
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INQUIETOS / Claudia Conde - Minimalismo japonés a precio americano
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Desde Nueva York, pasando por Grand Central, dos horas de tren y un trayecto en taxi, llegamos al centro cultural de las Grace Farms. El largo desplazamiento merece sin duda la pena para visitar una de las grandes obras de la arquitectura reciente de la mano de los arquitectos japoneses Kazuyo Sejima y Ryue Nishizawa, que firman sus proyectos en conjunto bajo el nombre de SANAA. Como firma japonesa, su trabajo sigue una línea minimalista, cuya apariencia sencilla es solo fruto de su destreza arquitectónica.
Las Grace Farms se encuentran ubicadas en el paraje natural a las afueras de New Canaan (Connecticut), uno de los pueblos más ricos de la costa Este estadounidense. El edificio se pensó como un centro multifuncional para la comunidad, con instalaciones abiertas y gratuitas para todos los visitantes que pretendía fomentar la experiencia de las artes, la justicia, la búsqueda de la fe y el espíritu comunitario, todo ello en contacto directo con la naturaleza. Para ello era fundamental que el edificio quedara bien integrado con el entorno. “Queríamos un edificio que se fundiera con el paisaje, hacerlo desaparecer”, explicaba Sharon Prince, presidenta de la Grace Farms Foundation. La desmaterialización de la arquitectura ha sido una de las líneas de investigación presente en la mayor parte de la obra construida de SANAA, razón por la cual Prince les seleccionó para la elaboración del proyecto.
Aunque esta vez era una exigencia del cliente, la propia Sejima, impactada con la belleza del lugar, quiso que su intervención arquitectónica se leyera como un elemento del paisaje, y que lejos de competir con él, lo realzara, y surgiera de una profunda compresión del mismo. Inspirándose en la trayectoria que un río dibujaría en su descenso por el terreno, el edificio resulta en una cubierta con forma de cinta que desciende sinuosamente por las suaves colinas de las Grace Farms adaptándose a sus irregularidades y esquivando a su paso agrupaciones de árboles existentes. La predominante transparencia de los espacios cerrados bajo la cubierta, desdibuja con elegancia los límites interior-exterior, y permite que desde la lejanía solo se perciba su forma orgánica, que unida a un acabado metálico que refleja los tonos del cielo, regala al observador el espejismo de un riachuelo. No sorprende que poco después de su construcción el edificio fuese bautizado como “The River”. Así, el edificio no solo respeta el lugar sino que se convierte en parte de él.
Sin embargo, esta visión sostenible de integración en el paisaje puede ser puesta en cuestión al conocer el coste y los medios de su realización. La Fundación de las Grace Farms eligió a SANAA para este proyecto poco después de que los arquitectos fueran galardonados con el premio Pritzker en el año 2010. El premio les fue concedido por “la búsqueda de cualidades esenciales de la arquitectura a través de una economía de medios y moderación en su trabajo”, valores que en este proyecto brillan por su ausencia. Veamos algunos datos: El presupuesto global del proyecto ascendió a 120 millones de dólares, incluyendo el coste de la propiedad. El solar cuenta con 80 acres de terreno libre (unos 323.000 m2), de los cuales tan solo se construyeron 5.400 m2, en los que se invirtieron 67 millones de dólares, lo que supone la escalofriante cifra de 12.500 dólares por metro cuadrado. Pero ya no se trata del desorbitado coste económico, sino también del coste medioambiental que supuso la construcción del edificio. La ambición por la obra perfecta unida a un presupuesto aparentemente ilimitado llevó a una exquisitez tal en la selección de materiales que roza el despilfarro. No se dudó en invertir en materiales de última generación procedentes de diversas partes del mundo, cuya producción y transporte, caso de generalizarse, supondría un impacto medioambiental insostenible. La selección de materiales locales o reciclados es una de las claves para favorecer e impulsar la sostenibilidad, pues se reduce notablemente el consumo energético y contaminación que implica su transporte. La pregunta podría ser: ¿Tan diferente habría sido el resultado con el uso de materiales locales o al menos producidos en lugares mas próximos?
El edificio resulta así en una contradicción en si mismo. Se buscaba un edificio que formara parte de la naturaleza pero la huella ecológica de su construcción atenta contra la misma. Si bien se recicló la madera de los árboles talados durante su construcción para elaborar el mobiliario del centro, no se escatimaron gastos a la hora de encargar los materiales más punteros del mercado, sin prestar ningún tipo de atención a su procedencia. Por ejemplo, el sofisticado vidrio curvado se fabricó en España, sin ir mas lejos, y los acabados para el suelo antideslizante se importaron desde Alemania. Asimismo, podemos evitar cuestionarnos la presunta utilidad de un centro comunitario en una de los rincones mas ricos de Estados Unidos, pero el hecho de que el disfrute de sus instalaciones gratuitas este solo al alcance de aquellos que puedan llegar en coche, lo pone en entredicho por si solo.
En mi opinión pues, la imagen que se pretende dar y la realidad que hay detrás son totalmente opuestas. La visita produce sentimientos contradictorios, entre la admiración por el resultado y la decepción por el despliegue de medios de dudosa necesidad, que nos hacen ser conscientes de la desigualdad con la que está repartida la riqueza en el mundo. La obra es sin duda espectacular y como ocurre en todos los edificios de SANAA, recorrerlo es toda una experiencia espacial y sensorial. Es un placer degustar sus sabrosos menús ecológicos mientras nuestra mirada se pierde en el paisaje a través de los vidrios curvos de la cafetería; o relajarnos en su intimista salón de té y dejarnos trasladar a las lejanías de otros continentes de la mano de aromas del más puro Oloong o Earl Grey; o aislar nuestros pensamientos contemplando los libros de su pequeña biblioteca; o descubrir en nuestro descenso el escándalo ahogado procedente de la pista de baloncesto excavada al pie de la colina, como remate del cauce del río. Pasear por las Graces Farms es un fluir de espacios que se intercalan con tal naturalidad entre arriba y abajo, dentro y afuera, y en total sintonía con el entorno en que se inscribe, que parece que siempre hubiera estado allí. Sí, somos conscientes de la excelencia arquitectónica alcanzada, ya reconocida por numerosos premios, ¿pero vale todo para conseguirla?
Infinitos son los ejemplos que logran altos resultados de calidad con recursos mas limitados, incluso de los mismos arquitectos. La aparente sencillez del minimalismo es siempre una ilusión que esconde una gran complejidad detrás. Pero en este caso el ingenio que logra ese efecto ha sido reemplazado por una alta inversión económica. Echamos de menos en las Grace Farms la “moderación” y “economía de medios” por los que se concedió a SANAA el Pritzker. Precisamente porque les hemos visto alcanzar el mismo nivel de calidad con recursos mucho mas limitados, todo nuestro deleite se ve eclipsado al ser conscientes de ese principio del “todo vale” con el que parece que fue diseñado. Toda la sensibilidad desplegada para integrar conceptualmente la construcción en el paisaje fue abandonada en el proceso de su ejecución a la hora de abordar asuntos de mayor relevancia, tales como el cambio climático, el uso consciente de recursos y una mayor sintonía con el momento socio-cultural en el que nos encontramos como sociedad global; cuestiones que una arquitectura contemporánea comprometida no debería ignorar.
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