Crecí con mujeres, cinco a mi alrededor durante la infancia, y la educación que recibí no distinguía por fortuna de género. En cuanto pude limpiar, aprender a cocinar, planchar y llevar a cabo todas las tareas que tenían el sello “mujer” (y que aún siguen siendo tratadas así en gran parte) me tocaron como una parte más de aquel lugar que compartíamos un grupo de personas, no hombres y mujeres. A las chicas les tocó algo que no era común en aquel espacio ni en aquel tiempo y debieron estudiar porque así lo ordenó la “mamma”, que era analfabeta pero muy inteligente. Después, ya en mi propio hogar solo me rodean mujeres. Creo que ha sido una suerte porque mi lado femenino está muy desarrollado y me ha permitido afrontar la vida con una mirada más rica.
Con todo lo expuesto, comprenderán que cada vez que oigo la palabra maltrato me pongo en alerta. Y no les cuento cuando recibo la triste noticia de una agresión por parte de un tipejo a una mujer. En la medida de lo posible he intentado siempre desde el lugar que he ocupado en la sociedad intentar la proclama de la igualdad. Mi alumnado sabe cómo me las he gastado en estos asuntos, cuando he percibido el más mínimo atisbo de maltrato incipiente o machismo. En lo que escribo, en esta columna, en lo que investigo intento resaltar esa parte de nuestra oscura existencia común.
Hemos asistido esta semana a la celebración (sic) del día internacional de la mujer trabajadora con numerosas actividades reivindicativas. En los centros educativos se han realizado numerosos actos para destacar la situación de la mujer en la actualidad, a la que le queda mucho camino por recorrer para alcanzar la igualdad. Participo en una de ellas, de las que organizó la Fundación Inquietarte en varios centros a través de su Festival Visualízame de cortometrajes. Compartí la actividad con Yolanda Cruz que se encierra con doscientos y pico adolescentes para a través del cine mostrar la crudeza de nuestra sociedad ante la mujer. Y tuve tiempo de radiografiar a los asistentes. Una parte está sensibilizada, tiene mucho que ver el centro, su profesorado muy implicado, y atendían y participaban. Otra, más amplia de lo que yo creía, iluso, en apariencia le resbalaba todo lo que allí se trataba. Con ropas elegidísimas que demuestran desaliño, como si fuesen después para el tajo de la aceituna, peinados como los jugadores de fútbol de Segunda B que imitan a los que aparecen entrenando en el telediario de la 1, solían reírse de lo que se mostraba, agrupados con sus hormonas donde hay que ser macho alfa o rodearlo. Me preocupé también porque ellas, algunas, demostraban una despreocupación grosera por los mensajes tan duros que se exponían. Una chica contestaba a la pregunta de por qué se celebraba ese día el ocho de marzo, que no lo sabe, para ella es un día igual a los demás. Parte del profesorado está como ausente pendiente de sus móviles o sin controlar la mencionada grosería, les da igual, que pongan orden los que organizan o los del teatro. La ponente me comentaba que la actitud chulesca y risas son nervios ante algo que conocen y les incomoda. Pudiera ser. Yo busco entre los rostros quién será un maltratador ya, o dentro de poco. Ahora quedan otros duros trescientos sesenta y cuatro días restantes.
Manuel Molina es profesor y poeta. Este texto lo publicó el 12 de marzo en el diario Ideal de Jaén, tras la experiencia del autor con la participación de la unidad didáctica que Yolanda Cruz (en la foto) realizó del Festival Visualízame en Priego de Córdoba.
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